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viernes, 29 de mayo de 2015

un paseo por la novela boliviana. a grandes rasgos Manfredo Kempff Suárez nos lleva de la mano la cambiante semblanza de nuestra novela desde los orígenes de la República, el indigenismo, la Guerra del Chaco, la Revolución, sigue los cambios de la literatura y se adentra en el alma boliviana, para terminar con sus contenidos moder nos, libres del dogma y de lo nacional.

Ahora que transitamos por la Feria del Libro de Santa Cruz viene al caso recordar cómo en la Bolivia de la mitad del siglo pasado, estuvimos íntegramente apegados a la novela de la tierra o al indigenismo, con Arguedas, Chirveches, Medinacelli, Costa du Rels y otros más. Por ahí aparecerían dos cruceños que nos dieron lustre: Enrique Finot y Alfredo Flores. Después llegaría Enrique Kempff Mercado con su celebrada “Pequeña Hermana Muerte”, pero las circunstancias ya habían cambiado. Antes, nuestros novelistas daban una visión muy peculiar de lo que era el hombre boliviano en su medio, en la meseta fría, los valles templados o la llanura cálida. Eran los tiempos del amor inocente en los villorrios quietos y soleados.
Eran épocas en que la literatura no se daba licencias como para arriesgar con el sexo ni con los problemas sicológicos que podían espantar a los pocos lectores de una sociedad pacata. Todo era lento, puntilloso y con personajes vacíos y tímidos. Se escribía entonces no tanto para el disfrute como para la reflexión, no para el regocijo del autor sino para una esperada gloria que no admitía frivolidades. Había de sobra autores atrevidos en otras partes del mundo para leerlos a hurtadillas y a la luz de la vela, sobre escándalos amorosos, sexo furtivo y otras cosas que no podían tolerarse en las casas decentes, donde las señoritas estudiaban piano y leían poesía aunque les ardieran las entrañas, mientras que los jóvenes se hacían hombres sólo con el matrimonio o en la oscuridad de los patios de la servidumbre. En aquellas viejas taperas los padres hacían el amor – o simplemente procreaban – encerrados con  picaporte, sin chistar, para que nadie se enterara de que practicaban las aberrantes tentaciones de la carne, prohibidas en los catecismos religiosos si buscaban el gozo.
Luego de la guerra con el Paraguay vendría un cambio en nuestra literatura. La derrota había sido tan grande que los combatientes tenían algo qué decir de todo aquello. Y ese cambio viene desde las trincheras, desde los caminos polvorientos donde cayeron miles de jóvenes sin que nadie les explicara el por qué de su sacrificio. Ahí asoman con sus plumas aceradas aunque no del todo desenfadadas todavía, Augusto Céspedes, Gustavo Adolfo Otero, Cerruto, Otero Reiche, en una protesta a la que no se puede hacer oídos sordos.
La embestida no se queda en la crítica a la ineptitud de los conductores del conflicto, no se detiene en las acusaciones contra Salamanca o contra el comando militar, sino que va mucho más allá, a las raíces, que con mentalidad política revolucionaria, ven algunos : el enemigo es la oligarquía. Surge una literatura que podríamos llamar nacionalista. Es una figura un tanto vaga, pero señala algo, muestra que existen escollos para barrer, aunque en ello haya mucho de utopía. Ya no se trata, entonces, de remover del Palacio Quemado a un gobierno por otro, a un general por un coronel, se trata de cambiar el sistema imperante. “Metal del Diablo”, “El dictador suicida” y “El presidente colgado” del “Chueco” Céspedes, aparecen politizando la novela con una mixtura entre nacionalismo y populismo que provocan curiosidad y entusiasmo en una importante elite intelectual ávida de revolución y cambio.
Después, entre la década de los 60 y 80 se impone el “realismo social”, donde el autor asumía un compromiso político con la sociedad, desvirtuando muchas veces la novela. De antemano esa literatura estaba encuadrada en un argumento forzoso de donde saldría un mensaje a los lectores. La ficción, la inventiva, lo que hace placentera y atractiva la lectura quedaba maniatada, encadenada al dogma. Esto fue así y algunos autores muy valiosos que estuvieron alejados de aquel “realismo social” o novela “utilitaria”, fueron mal vistos y hasta menospreciados en los altos círculos literarios en boga, pese a su incuestionable calidad.
Hoy vemos que la novela se ha liberado grandemente del compromiso político. Ya se lo vislumbró con el “boom” cuando sus principales figuras se fueron aproximando más a la creatividad, la magia, la belleza, que a los mensajes fríos de la política. Por estos años la novela es mucho más libre porque enfoca temas cotidianos, del diario vivir, dedica mucho tiempo al sexo tema vital en el individuo, se sumerge en el cerebro humano escrutando pensamientos, mira la Historia y le arranca lo que puede apasionar al lector, pero está mucho menos sometida al compromiso encadenante del dictado partidario. Debemos felicitarnos de que en Bolivia disfrutemos hoy de una novela abierta a todas las mentes y que su lectura  produzca más placer que sacrificio.

lunes, 18 de mayo de 2015

himno, oración, odas por las enfermeras todas, aunque Gastón Cornejo "viejo cirujano" ha conocido tantas y tan meritorias que su texto adquiere dimensión histórica. Bien Gastón merecido homenaje al brazo derecho de los médicos "las abnegadas enfermeras"

Envuelta en el sayal piadoso de la misión fraterna, con tu erguida apostura de alba majestad ornada. Serena, imperturbable, meditativa, tierna, acudes presurosa allá donde el dolor lacera la esperanza. Elegida vestal de los mortales, predestinada de la albura en que la fe palpita; conoces la miseria que en silencio conspira, la angustia que yugula, el horror que calcina. Oblación de ternura, corola entumecida de pétalos floridos, cifra de amor que la humana gratitud consagra, humilde flor de arroyo. Dr. Federico Rivas Torrico. Bioquímico.

Ahora, mi homenaje personal como viejo cirujano que conoció, comprendió y admiró la distinguida profesión de enfermería, la más útil, benefactora y antigua consagración de servicio al ser humano sufriente. “Enfermera, noble apostolado, femineidad consagrada al alivio del dolor que estalla en llanto. Manos pródigas que acarician y generan serenidad y paz a pesar del sufrimiento; cual las manos de Cristo redivivo posadas con ternura en el soma que ya abisma su horizonte, por milagro inmediato, retornan la sanidad y la armonía homeostática. Replicada Madre Teresa de Calcuta, sin edad ni tiempo, en tu labor de ángel, restañas también las heridas sempiternas del espíritu. Profesional de Enfermería del tiempo posmoderno; a tu dulzura de mujer consagrada al servicio del prójimo, agregas sabiduría científica. Observas los eventos sucedidos en la interioridad de las entrañas, las ondas de energía que emergen del corazón, las solemnes del fuelle pulmonar, las del ritmo digestivo, la profundidad metabólica de las raíces orgánicas y las vísceras ocultas que trabajan silenciosas en urdimbre, conectadas siempre en favor de la vida. Enfermera, delicado ser que auxilia sin umbrales de fatiga, experta en la eficacia de la activa terapéutica; inyectas, movilizas, transportas, cooperas, proporcionas substratos; con rápida mirada de signos y de síntomas traduces la clínica objetiva, profetizas procesos, y cual nauta en bajel de vanguardia previenes riesgos, fomentas bienestar y condensas alegría en el alma de quienes requieren tu concurso. En tu diaria jornada, privilegias la bioética, suprema consigna insumida en tu conciencia, la portas cual presea, cuidadosa y digna. Tu compromiso no admite el peligro de un contagio, y sin reparo de riesgos, sin protesta alguna, a veces caes inmolada portando la bandera de la vida. En tu homenaje, la mejor salutación sensible es evocar la presencia intemporal y sagrada de todas las enfermeras pioneras que antecedieron las actuales de la salud obreras; significando el respeto que merecen todas y cada una de las multiplicadas heroínas. Al hacerlo, rescato con amor el recuerdo de Mirna Salinas caída en la trinchera, y pido la bendición de Dios para el ángel tutelar de la salud, para todas las enfermeras de la Patria. Cuántas heroínas conocí en mi larga profesión de cirujano: la Rda. Virginia Arnone del Pabellón en el viejo hospital Viedma; la Rda. Justina, encargada del quirófano en el hospital Setton; la Rda. Elyzabeth del Maryknoll atendiendo altruista a los pobres en Condebamba; la Madre Caroline Mayer, de Chile, ahora deCochabamba; la Madre Fulvia del Pio X; la Madre Estefanía que alimentaba a los pobres en sus visitas nocturnas; la enfermera Alejandrina Candia en cirugía mujeres 1º. Y enfermeras científicas, por miles. Yo privilegio con amor a mi enfermera esposa. Todas bondadosas y de enorme valor existencial e inolvidables. Honor y afecto a todas ellas en el Día consagrado a la Enfermera.

sábado, 2 de mayo de 2015

Pedro Shimose pronuncia su "requiem por Juan León" para evocar su memoria de sus tiempos comunes en Presencia, recuerda a otros colegas Cajías, Quirós, Andrade, Alfonso Prudencio, Alberto Bailey y Jaime Humérez que están con vida y son los grandes periodistas que hicieron Presencia...

Conocí a Juan León Cornejo (La Paz, 12.07.1942 – Cochabamba, 16.04.2015) en La Paz, un año antes de que el semanario católico Presencia se convirtiera en diario, el 1 de enero de 1960. Cuando empecé a trabajar allí, Juan había dejado de ser corrector de pruebas para convertirse en reportero especializado en asuntos políticos. Sus crónicas parlamentarias y palaciegas eran incisivas y originales. Juan sabía sacarle punta a la noticia corriente. 

Presencia fue una auténtica escuela de periodismo. Pobre de recursos, la Redacción parecía un aula donde los reporteros –casi adolescentes– aprendíamos las artes del oficio. El tecleo de las máquinas de escribir, los folios recortados, con tachaduras y pegados con engrudo, el olor a tabaco, a silpancho y sándwiches de chola, y la vocinglería de los redactores (entre bromas, consultas, intercambio de información y discusiones) nutren mis recuerdos de viejo periodista jubilado. Tuvimos la suerte de tener maestros de gran talla intelectual y moral: Huáscar Cajías, Juan Quirós, Carlos Andrade, Alfonso Prudencio Claure (Paulovich), Alberto Bailey Gutiérrez, Jaime Humérez y Horacio Alcázar. Presencia nació del entusiasmo de un grupo de católicos laicos. El capital de la empresa éramos nosotros. 

Y allí estaba Juan, firme en sus convicciones. Era, ciertamente, otra época, otro periodismo y otra forma de concebir la profesión, casi un apostolado. Nuestro sueldo era miserable y, a veces, cobrábamos con retraso de hasta dos meses. Vivíamos de fiado y a salto de mata. Sobrevivimos porque éramos hijos de unos padres que alentaban nuestra vocación y apuntalaban con unos pesitos nuestra existencia precaria. Mal vestidos, los ricos y los políticos poderosos nos trataban como a unos ‘muertos de hambre’. En ese contexto debería ser recordado Juan León. 

Dejamos de vernos a partir de 1968, porque, antes de que me echaran formalmente, me fui de Presencia por mi propio pie, sin despedirme. Mi disidencia con la dirección se hizo patente en muchos aspectos y lo hecho, hecho está. Yo y mi familia lo pagamos caro. Luego vendrían las persecuciones y el exilio de toda una generación de bolivianos (1971-1982). A partir de ahí, quien mejor ha descrito la trayectoria vital y profesional de Juan León ha sido mi colega Humberto Vacaflor, en una insuperable necrológica llena de afecto y agudas reflexiones éticas (Mi hermano Juan / EL DEBER, 19.04.15]. Descanse en paz. // Madrid, 01.05.2015.