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lunes, 12 de octubre de 2009

acerca de la lectura en voz alta

alumno del colegio Don Bosco de Sucre, tuve el privilegio de ser elegido para leer libros en voz alta destinado al auditorio de estudiantes internos del colegio. al principio fueron lecturas en el comedor durante unos diez a quince minutos, luego en el dormitorio algo más prolongado que ayudaba a la meditación de los alumnos ya recostados en sus lechos...qué inolvidable experiencia si pensamos que se prolongó por los seis años que permanecí dentro de sus muros. a la lectura de libros de santos, libros de aventuras, de lecturas profundas, de libros escogidos, sucedió que aprendimos a impostar la voz, a cantar en coro, a guíar cánticos y oraciones en latín y ayudar la misa como monaguillo, con sotana y alba que vestíamos ante el altar...

quiero sin embargo retrotraer la experiencia de la lectura en voz alta, porque acabo de encontrar un significativo texto que pone justamente de relieve el valor de esta práctica, como elemento formativo y como la mejor forma de aprender, perfeccionar y retener el idioma, la entonación, sus inflexiones, o sea todo el valor de la comunicación hablada...

Tanto en la maratón organizada por la Fundación Leer como en el Foro chaqueño se apeló a la lectura en voz alta de textos, textos escritos por sus propios autores o elegidos "porque traían buenos recuerdos". No fue una decisión azarosa, porque la lectura en voz alta "fija, pule y da esplendor" a la lengua, como rezaba el viejo lema de la Real Academia Española. Aquellos recitados obligatorios (sobre todo, de poemas), una característica de la escuela primaria de antaño, no eran "porque sí": con ellos, se aprendía simultáneamente un nuevo vocabulario, el uso correcto de los tiempos de verbos, el de las preposiciones y, todavía más, la dicción y la entonación adecuadas. ¡Y las pausas!, todo eso que, más tarde, se iba a traducir a la lengua escrita con los famosos signos de puntuación. Un tesoro, realmente, que desembocaba, cuando existía, en la apreciada "comprensión de textos".

El lector Emilio Zuccalá, por correo electrónico, ha sabido describir tan bien este tema, que vale la pena cerrar esta columna con el texto completo de su e-mail :

"Sus comentarios [de la semana pasada] revivieron experiencias propias junto a mis hermanos. Hijos de un matrimonio de inmigrantes italianos, con nuestro padre como único soporte económico de toda la familia de diez miembros, radicados en Buenos Aires, tuvimos la oportunidad de elevar nuestro nivel de vida gracias al sacrificio de ellos; no los amilanó el estado de pobreza para darnos la educación y hoy, sus hijos, casi todos octogenarios, no cesamos de recordarlos con admiración y agradecimiento por lo que hicieron por nosotros.

"En nuestra niñez y aun en los comienzos de la pubertad, a la caída del sol y antes de cenar, nuestro padre nos reunía a todos, incluida mi madre, y nos leía libros de autores como los que Vargas Llosa menciona en su artículo y otros. Recuerdo que a mis ocho años de vida, ya tomé conocimiento de la obra Los miserables de Víctor Hugo. Sin duda, poco comprendía de los problemas de la existencia humana, que el autor expuso con tanta autoridad. Esa disciplina de lectura diaria nos creó el hábito de la lectura, fundamental para nuestra educación. Un detalle: a los once años tuve curiosidad de saber las cosas que no había entendido de Los m iserables, y realicé personalmente su lectura.

"Hoy, a los de nuestra generación nos indigna ver la falta de interés de los jóvenes por la lectura, y en esto mucho tienen que ver los padres. Siempre pienso que las calificaciones que los alumnos obtienen en la escuela son «coparticipables» a los padres".