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domingo, 10 de octubre de 2010

de los artículos destacados sobre Vargas Llosa el testimonio de Carlos Mesa es importante atrapado por la genialidad del Nobel y su total admiración


Zavalita pregunta dónde se jodió el Perú. Es la primera página de Conversación en la Catedral. La frase es ya un tópico, la novela en cambio fue un fogonazo en mi alma, un descubrimiento, la saga de una aventura que –a mis diecisiete años-- marcó una doble pasión, por la literatura y por el compromiso con la realidad social de América Latina. El Perú de Odría, su siniestro ministro del interior, la frívola pero ingenua amante que lo acompaña, el padre atormentado por su doble vida, el chofer, la Lima fervorosa de los universitarios de San Marcos, podían perfectamente desdoblarse en cualquier ciudad, en cualquier lugar, en cualquier alma latinoamericana de quienes, al final de los sesenta, estábamos envueltos por la certeza de que la utopía era posible. Zavalita es, paradójicamente, el retrato de un escepticismo, la certeza de una imposibilidad, pero por muchas razones expresa una mirada de futuro, una historia de rupturas y de interpelaciones.

Pero quizás Conversación en la Catedral fue más intensa para mí por su deslumbrante tratamiento literario, por el ejercicio creativo, por las palabras estallando, por los capítulos cruzados, por el complejo y fascinante rompecabezas en que cada parte de la obra planteaba una gran pregunta y otro y otra, a ser respondidas, como el anzuelo permanente que transformó en un círculo de ansiedades literarias su complejo diseño y su adictiva trama.

Mario Vargas Llosa ha ganado el Nobel. Lo merecía y el Nobel a él. Pero el premio no será el que defina la talla del gran escritor que es, simplemente es una ratificación. Borges que no lo recibió y es, qué duda cabe, el más grande de los creadores de la literatura castellana junto a Cervantes, lo prueba.

Si Zavalita por cien razones era un personaje con el que me identifiqué intensamente al mirar mi propia sociedad; Lalita, la de La Casa Verde, me enamoró de un modo único. La extraña historia de la joven ciega, su amor físico casi forzado y sentimental a la vez, narrado en unas pocas páginas en una novela aún más compleja en su construcción que la Conversación…, me sigue pareciendo uno de los trozos más enternecedores de la literatura latinoamericana, más aún en el contexto no exento de brutal cinismo de tantos de los personajes de la novela, en particular Fushia y sus interminables tránsitos por los ríos de la amazonia peruana.

Muchos plantean una curiosa lectura dicotómica entre el narrador, dramaturgo y crítico literario, y el ensayista político “derechista”, o el candidato derrotado en unas elecciones presidenciales. La calificación ideológica sobre Vargas Llosa pretende diferenciar uno del otro. Por el contrario es –¿cómo si no?- uno y el mismo.

Todavía recuerdo la primera entrevista que le hice en el programa De Cerca, allá por 1986. Era como sentarse frente al oráculo mayor de la literatura. Hoy, con algo de desencanto, entiendo mejor las posiciones en blanco y negro que con tanta frecuencia llevan al flamante Nobel a las afirmaciones irreductibles y sin matices que hace, discrepo más de una vez con sus lecturas teñidas de una pasión que lo enceguece, pero no puedo desconocer su profesión de fe en la filosofía política liberal, en aquella que defiende por encima de todo los valores democráticos más puros conceptualmente hablando. No es, a pesar de ello, el mérito mayor de su trabajo intelectual. Donde el narrador de ficciones toca los límites de la perfección es en el desentrañamiento de la literatura misma. Historia de un Deicidio es un trabajo magistral, no sólo sobre la obra literaria de García Márquez, sino sobre la condición creativa. La idea de que el narrador es un deicida y de que el alimento del hecho que se narra es la liberación de los demonios interiores del escritor, está trabajada con una certidumbre, la de quien entiende el acto mismo de escribir. En La Orgía Perpetua descubrimos el salto a la vida verdadera a través del erotismo, en esa Emma liberada de la mediocridad de la rutina. El fragmento magistral de Flaubert del amor gozado en el coche de caballos tiene casi un eco que renace más intenso si cabe, en las páginas de análisis de Vargas Llosa. Arguedas, (José María) que había sido motivo de un ensayo corto con el extraordinario título de Entre Sapos y Halcones, se convierte en La Utopía Arcaica en un camino guiado por el pensamiento indigenista peruano del siglo XX, texto imprescindible para entender nuestras pulsiones más profundas y para explicar mucho de esa teoría aplicada de modo delirante en la Bolivia de hoy.

Mario Vargas Llosa a quien tanto admiré como autor en mi juventud, es hoy premio Nobel de literatura y está –entre tantos más-- al lado de Octavio Paz, otro extraordinario orfebre de nuestra lengua. Hoy, con nostalgia, miro al escritor con más distancia y menos vínculo emotivo con él y con su literatura, pero sigo atrapado por su genialidad. Por eso se le pueden perdonar obras menores, es que ha escrito algunas novelas de un tamaño gigantesco y ensayos que son piezas antológicas de una crítica alejada de amaneramientos peligrosos o de métodos que acaban traicionando la esencia del acto mismo de hacer literatura.

Cuando pasen los años, las estúpidas pasiones políticas se hundirán rendidas ante la evidencia del genio creador, que es aquí de lo que se trata. El autor fue Presidente de la República de Bolivia

cientos si no miles de artículos se han escrito sobre Vargas Llosa destacaremos algunos como el de Hugo Caligaris publicado por La Nación de Bs.As.

Mario Vargas Llosa tenía 27 años y ya había escrito la colección de cuentos de Los jefes y la revolucionaria novela La ciudad y los perroscuando su amigo el escritor y diplomático chileno Jorge Edwards lo llevó, en París, al estreno de Ocho y medio , de Federico Fellini. No le gustó. Demasiado desborde, mucha pasión un tanto fuera de control y, sobre todo, carencia de medida y molde. Cuenta Edwards que no hubo forma de convencerlo. No quería saber nada con esos experimentos, y tampoco con los de Godard y los de Bergman. Se divertía locamente, en cambio, con las películas norteamericanas de vaqueros de los años 40 y 50.

Cuando Vargas Llosa habla de sus novelistas favoritos, siempre menciona en primer término a los maestros del siglo XIX, comenzando por Flaubert y Balzac, pero sin desdeñar a otros más identificados con la literatura popular, como su amado Alejandro Dumas. Cuando era joven, en parte por el deseo de escandalizar y en parte porque lo creía realmente, sostuvo que las novelas de caballeros andantes al estilo de Tirante el Blanco eran más creativas que elQuijote : unas creaban un mundo perfecto, que funcionaba con sus propias reglas; la obra de Cervantes sólo lo disolvía con sus burlas.

Estas inclinaciones y gustos pueden servir para comprender a qué clase de artistas pertenece por constitución y carácter el flamante premio Nobel de Literatura. Aunque está dotado de un talento para la narración de tal tamaño que hace que la envidia se transforme en tiña en quienes lo critican, Vargas Llosa es un escritor que observa con bastante fidelidad las normas del género y que pasa por el filtro de la razón todos los ingredientes de sus historias. Además, jamás se da descanso cuando crea.

"La verdad es que la bohemia me aburre y me destroza. La que viví en Lima tuvo sus frutos, pero en general me parece empobrecedora", ha dicho para explicar por qué prefiere el trabajo parejo a los ataques irregulares de la inspiración. El escritor canarino Juan José Armas Marcelo dice que en los años 70 invitó a Vargas Llosa a visitarlo en Las Palmas, y que la idea era darse la gran fiesta entre amigos. "Comenzamos la juerga con una cena china, con muchos tragos, junto a la Playa de las Canteras. Pero a las 12, como si fuera la Cenicienta, Vargas Llosa se levantó de la mesa y me pidió que lo llevara al hotel. ?Mañana tengo que escribir ocho horas´, me dijo, para mi asombro. Al regreso a la juerga en Las Canteras, le dije a Carlos Barral lo que había pasado. ´Sí, sí -contestó el poeta catalán a las carcajadas-, Mario es el único escritor que conozco que trabaja como un obrero y vive como un burgués´."

Para el chileno José Donoso, durante el boom latinoamericano de los años 60 Vargas Llosa había sido "el primero de la clase". Suena, tal vez, un poco irónica la metáfora escolar, pero hay bastante asombro en ella: gracias a aquella disciplina de estudiante perfecto, el peruano ya tenía escritas a los treinta y pocos años tres novelas que no se pueden calificar sino de magistrales: La ciudad y los perros , La casa verde y Conversación en La Catedral .

"Me hubiera gustado ser uno de esos novelistas del siglo XIX, que competían con Dios de igual a igual a la hora de crear mundos. Fue un momento privilegiado de la historia de la novela. Si tuviera que quedarme con una época, me quedaría con la de Tolstoi, de Dostoievsky, de Balzac, de Dickens, de Melville. Eso no quiere decir que haya que escribir novelas a la manera del siglo XIX, sino imitar esa gran ambición novelesca de las grandes catedrales del género. En algunos de mis libros he sentido que trataba de emularlos. En La fiesta del Chivo , por supuesto, y también en La guerra del fin del mundo . En esta actitud hay algo ingenuo: pensar que se lo puede contar todo, que se puede construir un universo tan complejo y tan amplio como el humano. Pero, al mismo tiempo, de esa ingenuidad resultó esta literatura tan deslumbrante, tan extraordinaria", dijo aquí en el 2000, cuando vino a presentar su libro sobre el dictador dominicano Rafael Trujillo. Toda una toma de posición, una definición de su arte narrativo.

El crítico literario peruano José Miguel Oviedo estudió a fondo la obra del novelista y al propio novelista, y también subraya la "tendencia al orden y a la nitidez" de su diseño expresivo como contrapeso a la pasión "desbordante y contagiosa" que pone en su tarea. "Sus historias tienen un complejo tramado sinfónico de tonos, ambientes, tiempos y peripecias, pero ese abigarramiento se resuelve siempre según un orden riguroso y casi maniático, en el que cada cosa encuentra su lugar para que el aparente caos adopte una figura precisa", dice.

Riguroso. Casi maniático. Vargas Llosa trabaja con materiales que le resultan cercanos, paisajes, personajes e historias, los separa en sus partes, los mide y los pesa, calcula hasta el milímetro el modo de reunirlos y construye con ellos un mundo que es a la vez real y diferente. Julia Urquidi, con quien estuvo casado, es y no es el personaje de La tía Julia y el escribidor. Las visitadoras de Pantaleón y los burdeles de Piura en La casa verde también pasaron por el laboratorio físico y químico del autor. Siguen pareciendo muy reales pero son, de una manera u otra, también ficticios.

Lo que Vargas ha dicho de la cantante y autora peruana Chabuca Granda, la autora de "La piel de la canela", se le podría aplicar perfectamente a él mismo: "A Chabuca le pasó lo mejor que puede pasarle a un artista. El mundo que inventó en sus canciones sustituyó al Perú real y es a través de aquél como imaginan y sueñan la realidad peruana millones de personas que nunca han puesto los pies en mi país".

Dentro de la ley, de la razón y el orden, no hay nada que Vargas Llosa no pueda hacer con la palabra. Cuando deja escapar lo irracional (su defensa de las corridas de toros, las tortuosidades eróticas de Los cuadernos de don Rigoberto y Travesuras de la niña mala ), lo hace por pura coherencia lógica, para darle un espacio determinado a las facetas menos claras de su mente. En su obra, difícilmente Vargas Llosa da saltos al vacío, esas carreras ciegas que llevan excepcionalmente al creador a lo sublime pero que con frecuencia muchísimo mayor hacen que se despeñe contra el piso.

Poner el cuerpo

El dominio alucinante que tiene sobre su medio expresivo y su tendencia a trabajar sobre un programa podrían haber hecho de él un escritor perfecto pero frío si no hubiera sido por su característica más polémica: la de poner el cuerpo siempre. En primer lugar, en la exposición de su vida íntima. La conflictiva relación con su padre, a quien creyó muerto hasta cumplir los diez años; el casamiento con su tía, en 1955, la posterior separación y la unión con su prima Patricia, en 1965, dieron siempre alimento a sus ficciones. Se abstuvo, en cambio, de usar otros episodios, como la célebre trompada que le aplicó en 1976 al colombiano García Márquez o bien por discrepancias doctrinarias o bien porque Gabo intentó seducir a Patricia. Pero no pudo evitar que el jamás aclarado episodio corriera por el mundo convertido en una suerte de novela no escrita.

En segundo lugar, Vargas Llosa puso su cuerpo en la política. De pocos escritores se puede decir que se hayan expuesto tanto en este campo. Dando una vuelta de tuerca a aquel hermoso verso de Machado sobre la segunda inocencia que da en no creer en nada, Vargas pasó con la misma pasión de la izquierda irrestricta a la derecha sin censura cuando se dio cuenta de que algo malo ocurría con un Fidel Castro que encarcelaba al poeta Heberto Padilla, en 1971.

Nunca llegó tan lejos como en 1990, cuando intentó llevar su sentido del compromiso a las urnas. Cualquiera que haya estado en esa campaña presidencial peruana se ha formado para siempre una idea de lo mal que se llevan el lirismo de un político novel, las reglas del marketing, los jingles que transforman a los candidatos en dentífricos y la percepción popular acerca de si esos candidatos tienen o no tienen las condiciones mínimas para tomar las riendas de sus asuntos. Era evidente que alguien sin escrúpulos dejaría al gran hombre en ridículo. Y ese alguien fue Alberto Fujimori.

"Cuando Vargas Llosa decidió presentarse a las elecciones para la presidencia de Perú, algunos dimos un salto de puro sobresalto. Ibamos a perder quizá, por Dios sabe cuánto tiempo, a uno de nuestros novelistas más imprescindibles en los zarandeos de una disputa política en la que partía con la desventaja de su honradez. Sin duda, sería blanco de todo tipo de malentendidos y maledicencias e incluso era probable que hubiera riesgos para su vida. Era difícil de aceptar, incluso de entender. Recuerdo que, durante un almuerzo en un restaurante madrileño, Octavio Paz me llevó a un lado para decirme, muy serio: ´Fernando, hay que quitárselo de la cabeza...´ Yo me eché a reír: ´Hombre, no querrás que hagamos campaña contra su campaña...´", contó años más tarde el filósofo Fernando Savater.

Y, sin embargo, tal vez sean precisamente esas "locuras" las que hacen de Vargas Llosa el escritor que es. Es común que se diga de él: "Me gusta su obra, pero no lo que dice o lo que piensa", pero quizá no sea posible separar los dos términos: sin la intensidad con que se compromete, sin sus desplantes y sus declaraciones, tal vez la obra no hubiera sido lo que, afortunadamente, ha sido.

En 2005, con casi 70 años y toda la gloria encima, quiso ver con sus propios ojos lo que ocurría en Gaza, para contarlo en una serie de artículos. Sus elogios a Margaret Thatcher y, más aún, al premier italiano Silvio Berlusconi, en nombre de un liberalismo a granel, le valieron no pocos reproches. Incluso agravios, para ser más precisos. En 2008, durante su visita a la Argentina, un grupo de manifestantes apedreó el ómnibus en el que viajaba Vargas Llosa rumbo a un seminario organizado por la Fundación Libertad. A comienzos de este año, fue abucheado en Chile en la inauguración del Museo de la Memoria, cuando respaldó al todavía candidato Sebastián Piñera. Sus opiniones no tienen fronteras ni términos medios: "Cristina Fernández es un desastre total", dijo hace un año.

Pero, equivocado o no, a él no le alcanza con opinar bajito. Se siente como aquel pez en el agua que le dio título a su libro de memorias. Se cree con derecho a zambullirse de lleno en la corriente. Al fin y al cabo, serán ésos los ruidos que se llevará al gabinete para convertirlos más tarde o más temprano en novelas que están fuera del tiempo.

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