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miércoles, 4 de mayo de 2016

Cuando Claudio Ferrufino afirma que su padre era cultor del idioma quéchua, me consta y las veces que le escuché en pleno Club Social debatir acaloradamente (en quéchua) con otros patricios. "hablas como potosino, un quéchua más depurado y sonoro que el cochabambino" me dijo un 14 de septiembre degustando "el ají de gallina" qué recuerdos!

Rod Marsh (Cambridge) hace un análisis interesante de esta novela de Alejo Carpentier. Donde –dice- Rodó y Fernández Retamar se centran en la nación, Carpentier lo hace en la escritura. La pregunta: ¿cómo describiremos esta tierra salvaje con el lenguaje del Otro, del conquistador? Describir la “barbarie” con la lengua del “civilizado” ya que no tenemos otra parece ser la única solución. O callarse.
Cita a Roberto Fernández Retamar en Calibán: “(que) está la confusión, porque numerosos descendientes de comunidades indígenas, africanas, europeas, tenemos, para entendernos, unas pocas lenguas: las de los colonizadores (...) nosotros, los latinoamericanos, seguimos con nuestros idiomas de colonizadores (...) ¿de qué otra manera (podemos) hacerlo sino en una de sus lenguas, que es ya también nuestra lengua, y con tantos de sus instrumentos conceptuales, que también son ya nuestros instrumentos conceptuales?”
Leo una excelente columna de Gonzalo Mendieta Romero (El Día) acerca de la declaración ante una comisión legislativa  de Félix Patzi, gobernador de La Paz, en aymara. Causó revuelo, claro, por existir desde siempre en el país una “discapacidad” (el autor usa el término) idiomática, que se extiende no solo a un analfabetismo oral y escrito de las lenguas “originales” sino al mismo pensamiento boliviano que se desarrolló, a medias y a patadas, hay que decirlo, de espaldas a sus ancestros. El error fatal fue, tema de larguísima discusión el por qué, dejar viva a la población nativa, a diferencia de lo que se ejecutó en Estados Unidos y Argentina, sin que ello fuese tampoco garantía de éxito como se ve. El asunto guarda mayor complejidad de lo que parece; una simple muerte no suele solucionarlo.
Mi padre fue un exquisito del quechua, con un magnífico –e inédito- diccionario trilingüe. Había cierto dejo elitista en él, sin embargo, al diferenciar los “quechuas” según su origen. Hasta en una lengua “menor”, por llamarla sí en comparación a otras, el manejo del lenguaje descubre al personaje, de dónde proviene, quién es y supuestamente qué es. Entonces, como en la cueca, a la que Joaquín diferenciaba entre la “de los señores” y la del “populacho”, existían en Bolivia al menos dos quechuas. Contaba que en los viajes a su destino universitario en Córdoba, en las paradas del tren al sur, había visto a la aristocracia salteña y a su par de Santiago del Estero, en Argentina, hablando una refinada lengua y acullicando coca en la sobremesa en platos de porcelana. Ahí nos encontramos ante un fenómeno que no es contradictorio, que por sobre la identidad “nacional” aglutinada en el idioma está la clase. Poco importa cohesionarse alrededor de una lengua común, ancestral, porque adentro resaltarán de inmediato los matices económicos que determinan al final aquellos de clase. Nos quedamos cortos.
Con Patzi estamos ante una manifestación que aporta el panorama general, no los detalles. A varias décadas de la reforma agraria y la casi desaparición de la casta feudal que gobernó hasta entonces y cuyos descendientes se refugiaron en el melancólico anonimato de las ciudades, podríamos decir que las lenguas indias se han estandarizado entre la población. Vuelvo a otras conflictivas aseveraciones de mi progenitor, de que Bolivia era “país de indios y de aindiados”, pero que incluso dentro de esa en apariencia compacta sociedad regida por tradiciones antiguas, mezcladas con las del conquistador, y vencedoras al fin, había una extrema discriminación. Recuerdo a un académico aymara en Nueva Orleans, murmurando con admiración que la investigadora Silvia Rivera Cusicanqui descendía de los señores aymaras de... No podía esconder la seducción del pongo por el blasón, hacia el chicote, sin cuestionarse.
El límite aceptado de caracteres cae como guillotina. No he dicho nada de lo que quisiera, pero balbuceos valen. Carpentier, entonces, creía en la escritura, la del otro, no importa, y ello lo liberaba. A veces, cuando leo a mis amigos españoles, me siento privado del idioma en los términos que usan y no conozco. ¿Cuánto nos dejó España en lengua? No todo. Ahí cabemos nosotros, y nuestro entorno, para recrearla e inventarla sin olvidar las otras.