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domingo, 29 de julio de 2012

no cesa el homenaje a Jorge Ruiz, esta vez de la pluma autorizada de Carlos Mesa quién también es un documentalista y productor notable


Lo conocí en el final de los años 70. Tenía entonces poco menos de 60 años y era aún un mar de vitalidad. Algo que me impresionó mucho de él es que parecía no tener conciencia de la trascendencia de su obra, una falta total de sentido de la historia, a diferencia del otro gran cineasta coetáneo, Jorge Sanjinés.
Es que Jorge Ruiz era y se consideraba un artesano, un término que durante mucho tiempo estuvo devaluado por quienes desde una mirada intelectual creyeron que el único cine valioso era el de autor.
Dijo siempre que lo que hacía eran películas “de a perro”, extraña frase. Probablemente lo que quería expresar eran dos cosas, que no le daba demasiada importancia a su rol, y que cada trabajo cinematográfico valía solo en el momento en que se hacía.
Lo que me queda claro es que su alma estaba en los ojos, tenía una capacidad extraordinaria para mirar el mundo a través del lente, para saber cómo definir un encuadre, como mover la cámara, como integrarla a sus personajes, como hacerla invisible y lograr resultados de una belleza plástica inconmensurable. No era un estilista y menos un esteticista. Nada de lo que hacía era gratuito, era funcional al guión, a la narración y sus ritmos.
Ruiz comenzó a filmar antes de cumplir los 20 años. Pasó de los estudios de agronomía a la mágica camarita familiar de 8mm y no paró. Su tándem con Augusto Roca –un indagador impenitente de las técnicas y posibilidades del cine– fue inestimable. De la mano del “gringo” Kenneth Wasson entró al mundo de las cámaras de 16mm y al trabajo profesional. Quizás el periodo que media entre 1948 y 1958 es el fundamental de su obra cinematográfica y del documentalismo boliviano, a despecho de películas posteriores como Mina Alaska (1968) o Volver (1970).
Ruiz realizó su trabajo con gigantes de nuestro cine como el inolvidable guionista Óscar Soria o Luis Ramiro Beltrán; filmó fuera del país y se codeó real y figuradamente con grandes documentalistas. Acompañó por ejemplo a Harry Watt en la película Miles como María y es evidente que la sombra de Robert Flaherty o del Einsenstein de ¡Qué Viva México! planean sobre su obra. Construyó bajo esas influencias y sobre su propio talento, un estilo personal cuyo punto más alto es Vuelve Sebastiana (1953).
La historia de Sebastiana es una metáfora que crece con los años, tiene que ver con la complejidad del mundo andino, con el inevitable punto de quiebre entre tradición y modernidad, a la vez que con un premonitorio momento de congelamiento histórico. El filme se cierra con las sombras alargadas de las viviendas circulares de los chipayas proyectadas por el sol poniente de las alturas, que parecen cubrir a la pequeña niña protagonista. Mientras, una voz le dice “Sebastiana, los siglos te están contemplando”. Vuelve Sebastiana es un retrato intenso y descarnado del encuentro de dos pueblos indígenas, el chipaya y el aimara, con sus propios miedos, su mutua desconfianza, su visión encontrada en un mundo entonces subterráneo que anuncia el tiempo venidero y sus desafíos. Más de medio siglo antes de 2009 y como producto del proceso histórico que le es contemporáneo, Ruiz adelanta en esta película la existencia de culturas que parecían entonces enquistadas en algún otro planeta, infinitamente lejanas al mundo urbano “civilizado”. Probó entonces cuán fuertes eran ya las lecturas que permitirían la reunión de los fragmentos del gran rompecabezas boliviano.
Hombre de hablar pausado, de notable humor y de una gran vitalidad, nunca hizo cuestión con las ideologías. Para él hacer cine estaba más allá de todo. Dirigió el Instituto Cinematográfico en tiempos del MNR, hizo la serie Aquí Bolivia en el Gobierno de Barrientos, realizó documentales para Banzer, participó en la producción de videos para Paz Estenssoro en los 80, y contribuyó con imágenes a la campaña de Sánchez de Lozada en 1989. No en vano había hecho cine junto al expresidente en los años 50, con ejemplos tan notables como Un poquito de diversificación económica (1955), el docu-ficción emblemático del cine de propaganda política.
Estar detrás de la cámara lo era todo para él. Cuando a fines de los 90 la edad y los achaques lo obligaron a dejar La Paz, este chuquisaqueño de nacimiento y paceño de espíritu, comenzó a apagarse. Tuvo que dejar de hacer lo que era la razón de su vida, mirar su entorno pensando en encuadrarlo para que las imágenes se hicieran movimiento a 24 cuadros por segundo
Ruiz ha dejado una lección mayor a las nuevas generaciones. La pasión por el trabajo, la idea del cine como una obra artesanal, el desprecio por las pretensiones de grandeza, algo que el medioevo tenía claro. No había grandes arquitectos diseñando las magníficas catedrales góticas que hoy admiramos, había dedicados artesanos que se empeñaban en hacer lo que sabían hacer. Nunca se les pasó por la cabeza que ellos terminarían en el edificio, simplemente edificaban la parte que les tocaba.
Ruiz, el gran artesano del cine boliviano, contribuyó de manera decisiva a labrar una historia que sus herederos debieran respetar de una sola manera, haciendo bien su trabajo.  

El autor fue Presidente de la República