Imagino a Tomás Mann, a Rudyard Kiplin, a Dostoievski cada uno con su obra excelsa, inquietos, debatiendo en voz alta, apasionadamente, con un vaso de coñac que baila entre las manos, vertiendo la espirituosa en descontrol de ademanes exaltados, brillo en los ojos, rictus de espasmo en el rostro, mientras los pares atentos escuchan asintiendo con gesto reflexivo. O a los nuestros, Mario Lara López, Washington Vargas, Gonzalo Vásquez, Juan Capriles, Jaime Zabaleta, en semejante actitud, con una tutuma de chicha entre palmas recitando poemas, de amor o de fiera rebeldía.
Yo retorno a mis libros amados, a mis autores preferidos, los tomo delicadamente, los acaricio y beso en la cubierta que ilustra el bello contenido. Quiero enumerarlos en orden alfabético pero mi natural desorden impide tal propósito, lo hago conforme lleguen a la mente: Stephan Zweig con sus hermosas biografías; Romand Rolland con el supremo Juan Cristóbal; César Vallejo, Pablo Neruda, Gabriela Mistral con sus sublimes poesías, nuestra Alondra “Soledad” y el panteísta Man Césped; por supuesto Franz Tamayo, Oscar Serruto, Martha Urquidi, Gaby Vallejo, Oscar Arze, Volodia Teitelboim; pide su turno Emil Ludwig, Rubén Darío, Edgar A. Poe, Traven, Par Langervist, Edgar Oblitas Fernández, Juliana Pozzi, Leonardo Boff, Saramago, Mariano Baptista, Uslar Pietri, Blanco Fombona, Vicente Lecuna, Albert Schweitzer, Goethe, Omar Kayam, Guillermo Frankovic, Alfonzo Gumucio Dagrón, Adolfo Cáceres, Taylor Cadwell, Alberto Crespo Rodas, Fernando Diez de Medina, Roberto Querejazo Calvo, Yolanda Bedregal, Augusto y Humberto Guzmán, Giovani Papinni, Sartre, Cervantes, Jorge Suárez, María Quiroga Vargas, Martín Cárdenas…cuántas bellas almas. No quiero olvidar a ninguno, pero me tomo un descanso para seguir con mis querencias. Distraído leo en el adorno de la infancia entre los mapas y las fotografías de los seres queridos “El libro bueno es el mejor amigo en buenos y en malos tiempos”; me lo regaló un viejo amigo judío vidriero que escapó de Auschwitz o de Treblinka, se alojó en la calle de Santa Teresa esperando que muera el Reichtag y con mi humilde colaboración logró recuperar a su familia de los hornos crematorios. En otro rincón visualizo la Orden de Excomunión Papal: “Para quien retire un libro y no lo devuelva a mi tesoro cultural”. Washington Vargas me mira en la pintura de Ruperto Salvatierra y cierra un ojo con malicia recordándome a Borges, mi padre desde el corazón me ordena leer a José Ingenieros, a Almafuerte, al Erial de Vigil. Acaricio con ternura el Cristo roto que siempre me acompaña, palpo sus extremidades amputadas, y quedo, escucho su palabra para lograr la paz ante los informativos hitlerianos que alborotan mi conciencia. ¡Que se abra el cortejo de la Feria y desfilen los libros cual madonas enamoradas! y… ¡Dios salve a nuestros pensadores de todos los Autos de Fe, de las purgas medievales que urden los Torquemadas. Inquisidores modernos!