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domingo, 5 de febrero de 2012

Carlos Mesa es leído no sólo en su producción del pensamiento político sino tambien como prosista de poética vena que arropa hoy la regia personalidad del Gran Borges. un caramelo dulce y sabroso

Siempre que pienso en escribir algún texto de ficción se me viene a la cabeza la obra de Borges. Es cuando me pregunto si después de leer su inmensidad tiene algún sentido escribir. ¿Es que se puede decir algo de mejor manera? ¿Se puede indagar en el hombre y en el mundo aportando algo que no haya dicho? Y que conste que llegó después de Esquilo y Dante y Shakespeare y Cervantes y Montaigne…
Recuerdo como entre brumas la única vez que lo vi y lo escuché, con esa voz entre tímida, suave e irónica que tenía. Era 1971, yo estudiaba literatura en Madrid y allí llegó el hombre con su bastón dubitante. En un salón que me parece oscuro en la memoria, nos contó cosas de su obra, del arte de escribir, de las invenciones eruditas para hacer del texto un ingenioso y demoledor laberinto en el que el lector debe sumergirse. Al terminar la conferencia me paré en la puerta de ingreso como tantos otros muchachos que querían estar cerca de un famoso, y lo sentí pasar a mi lado, lento, como congelando cada paso. Fue un susurro, sólo eso.
Yo ya había leído “Ficciones”. Hoy creo que es su libro capital (suponiendo que su obra entera no lo sea) y probablemente no lo había entendido demasiado. A Borges hay que leerlo una y 1.000 veces, detenerse, repetir en silencio una de sus palabras o una de sus frases, hasta que se apropien de la mente. Luego es dable continuar la lectura.
Eran los días en que el deslumbramiento me había llegado por la vía de “Conversación en La Catedral” y la magia incandescente de “Cien años de soledad”. América Latina lo era todo para mí, era mi casa, mi alma, mi pasión. Me sentía profundamente latinoamericano y devoraba la literatura del boom sin medida, sin descanso, como en una alucinación. Encontré entonces, por recomendación de mi madre, “Todos los Gatos son Pardos”, quizás la obra crucial para entender el desgarramiento del mestizaje del continente. En ese escenario que transitaba por “El Siglo de las Luces” y que me había emborrachado de desmesura, el estilete borgiano aún no tenía cabida, como no la tenía todavía la palabra de Octavio Paz en “El Mono Gramático” o en “Sor Juana Inés de la Cruz” o las “Trampas de la Fe”.
Hoy siento todavía, y de modo bien distinto al de hace 40 años, la soledad del silencio que rodeaba la voz de Borges, entonces un hombre de 72 años. Yo tenía 17 y medía al escritor con la vara de los instrumentos refulgentes de la música literaria de los jóvenes pro cubanos que escribían sobre nuestra identidad. No entendía todavía que la identidad de los personajes borgianos no era otra que la esencial, la humana…profundamente humana.
No sé si al día siguiente de esa presencia que se alojó en algún rincón de mi espíritu, o un tiempo después (la fecha de la edición desmiente categóricamente esta pretensión) compré su obra poética en una frágil impresión de Alianza Bolsillo que por supuesto conservo, y quedé sobrepasado para siempre por un poema: “Ajedrez”. No sé si ahora diría que es su mejor poema, probablemente no, pero importa poco. Me pareció entonces y me lo parece todavía, que en sus versos está la clave del drama humano: “no saben que la mano señalada del jugador gobierna su destino…también el jugador…es prisionero de otro tablero de negras noches y blancos días”, e inmediatamente cuando ya todo el aliento parece haberse ido: “Qué Dios detrás de Dios la trama empieza…”.
Borges juega con la obsesión por desentrañar los desafíos del destino, la oscuridad del universo y el extraño papel de Dios. Juego siempre, afinada ironía, cruel constatación. No es la reflexión de Sábato en “Uno y el Universo”, es, por el contrario, una persecución implacable del inocente abismo de nuestro pensamiento. Ni dueños y señores de nuestro destino, ni sujetos-víctimas del perfecto plan divino. En muchos sentidos su clara preferencia por los cuentos policiales y el secreto de su estructura narrativa, creo, tienen que ver con la propuesta esencial, la sorpresa, el giro impensado, la solución insólita. Vale para la vida de cada uno de nosotros.
Hay en todo esto una delgada línea entre el caos y el azar. Una secuencia de causa y efecto, alguna vez. Una relación inevitable desde el primer día de la especie, alguna otra. Una explicación inapelable, finalmente.
Si como se lee en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” un espejo y la cópula son abominables porque ambos multiplican el número de los hombres, los hombres serían una anomalía en el “orden natural”. Pero Borges demuestra que no es abominable la belleza fría y casi perfecta de la palabra trabajada en sus textos, los de un hombre producto de la cópula, lo que nos permite pensar que el azar valió la pena si fue para construir edificios literarios tan inmensos.
Un día el escritor murió y fue enterrado en un lugar que retrata quizás la limpieza de su prosa. Entonces, cumplió aquella frase que está también en “Ficciones”. Llegó a “un alto y claro balcón que miraba el ocaso”.