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sábado, 19 de enero de 2013

es prosa no poesía, pero tiene riqueza literaria el texto de Lupe Cajías añoranza de las CARTAS que ya nadie recibe, y casi nadie escribe aunque la autora dice que no renunciará a las CARTAS con la ternura que no inspira la máquina


Hace un tiempo, la muerte de un ser entrañable me enfrentó a la realidad cotidiana, algo perversa, de la pérdida de los correos virtuales. Él, quizá sin querer convencerse que eran sus últimas horas, pedía un acceso a Internet en el hospital. En la fase agónica le fue imposible comunicar su contraseña y solo supimos su ansiedad por una esperada respuesta. Ninguno de sus familiares conocerá con quién se escribía.
El viento se bebe las cartas perdidas, decía Franz Kafka, impotente ante los mercurios decimonónicos que extraviaban misivas que podían ser decisivas, sobre todo en historias de amor. Juan Pablo Castel, el antihéroe de Ernesto Sábato, intenta en vano recuperar un sobre. Una nota nos puede llevar a la gloria o al desgarramiento.
Las cartas siempre fueron mis lecturas preferidas pues representan la esencia de las historias. Compré ediciones diversas con las correspondencias entre enamorados, o los papeles intercambiados entre científicos y sus discípulos; o entre los guerreros; tanto enseñan esos escritos personales.
En mi inclinación por el género de las biografías, fueron siempre las cartas las que me guiaron para conocer un poco más a mis héroes, sobre todo las escritas a pulso. Las palabras sueltas en papel grasoso, marcadas con lápiz y fechadas en Kilómetro Siete. O la esquela apurada de la madre desesperada porque su hijo estaba encarcelado. La carta larga al amigo revelando una historia completa sobre amores perdidos. Cartas que ya no se escriben.
Hace poco un colega colombiano me pidió que ya no siga con mi manía de enviar papel en sobre con estampillas, pues en Bogotá ya no existen carteros. Quieren rendirme. A mí me gusta escribir cartas a mano, con mi lapicero negro, con el trazo desordenado de siempre. No quiero que mis palabras importantes se queden encerradas en una línea imaginaria de unas máquinas que parecen contener todo y, en el fondo, nada heredan.
Esta semana, en asombrosa coincidencia con mi melancolía, recibí una carta de alguien que todavía cree en la correspondencia. Firmaba Líber Forti, que, con sus 95 años libertarios, es de los pocos que envía notas con emisarios personales, como en los antiguos tiempos de conjuras clandestinas. Alegría al leer los párrafos con recuerdos del congreso minero del 79: una referencia a una nota mía cuando tenía 22 años: la llegada de un anarquista francés, la muerte de Irineo Pimentel. Una carta impresa con la ternura que nos niega lo virtual