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viernes, 19 de noviembre de 2010

de un poeta a otro, de Pedro Shimose a Julio de la Vega con esa frescura que la combinación de palabras e inspiración suelen producir

Un solo de violonchelo anuncia la muerte del poeta Julio de la Vega (Puerto Suárez, Santa Cruz, 04.03.1924 – La Paz, 11.11.2010). Quizás murió recordando las orquídeas y las luciérnagas de su infancia en Santa Cruz, con estridular de grillos y croar de ranas y guitarras nocturnas doliéndole la sombra bajo los aleros. Quizás se vio “pariseando” París con sus amigos “bárbaros” de la Segunda Gesta (Mario Miranda, Jacobo Liberman, Armando Soriano y Valentín Abecia), con la revista “Cahiers de cinéma” bajo el brazo, con Juliette Gréco en los cafés existencialistas de Montparnasse y la canción “Les feuilles mortes” en vuelo de oropéndolas a la luz de la luna.
Viajó por Francia, España e Italia, en 1951, y visitó la India en la década de los ’90. Allí soñó con un bibosi frondoso a cuya sombra Siddharta Gautama soñó que era Buda, el Iluminado que soñaba una lluvia de pétalos de flores. Siempre más allá de la realidad, dialogó con el doctor Freud y André Breton en la Boîte Maracaibo, cuando de día era restaurante y por la noche se convertía en cripta de la bohemia paceña; y discutió con los hermanos Marx en el Café Tokio, cuando por las mañanas era salteñería y por las tardes, cenáculo de poetas entusiastas que discutían por nada. Estudió leyes, se licenció en Derecho, pero no llegó a ejercer la profesión de abogado. Acumulaba versos y publicaba sus críticas cinematográficas en los diarios Presencia, Última Hora y Hoy, de La Paz. Julio nos enseñó a ver y comprender el cine de vanguardia de los años ‘60: la “nouvelle vague”, el “free cinema”, el “spaghetti western” y el nuevo cine italiano de Fellini, Visconti, Antonioni y Pasolini. Y también el nuevo cine latinoamericano y el incipiente cine boliviano. Cuando el 17 de julio de 1969 las autoridades municipales barrientistas prohibieron el film “Yawar mallku”, de Jorge Sanjinés, muchos nos manifestamos contra la censura. Allí estuvo Julio, encabezando la protesta por las calles de La Paz, sin escurrir el bulto.
Julio era noble y generoso, tan distraído y tan dejado que se olvidaba de sí mismo; no hizo nada por ordenar sus papeles, pulir sus poemas, corregir sus libros feos, editados en formatos incómodos, con infinidad de erratas y pésimo papel, excepción hecha del libro “Amplificación temática” (1957). Al final de su vida, su vasta producción lírica fue editada por Juan Carlos Orihuela y Jessica Freudenthal con el título de “Poesía completa” (La Paz, Editorial Gente Común, 2008; 533 páginas). Una edición digna, voluminosa, aunque probablemente incompleta.
Poeta, novelista, dramaturgo, ensayista, periodista y crítico de cine, Julio fue, ante todo, un hombre enamorado del mundo; cantaba sin partitura, como los pájaros de la selva encantada de su niñez que él encerró en la jaula de su pecho. Surrealista a la boliviana, en la poesía de Julio se percibe el torrente de imágenes de Otero Reiche y Robert Desnos, la exaltación lírica de Gustavo Medinaceli y Philippe Soupault, y el humor, el habla cotidiana y el tono popular de Jacques Prévert que Julio incorporó a la poesía boliviana. Su poesía es un estallido vital, una exaltación amorosa de la libido. Las visiones, la pulsión erótica, la nostalgia de la tierra natal, inspiran su lírica exuberante de imágenes y cadencias y ritmos musicales. A él le gustaría, estoy seguro, que yo dijera que su obra es una sinfonía a lo Messiaen – elevada y profunda — o un poema sinfónico a lo Respighi, donde la mujer es una metáfora del trópico misterioso, mágico y salvaje. Julio se ha ido, pero queda su poesía cosmopolita, universal, boliviana y olorosa a frutas y flores silvestres, a selva caminada por aguaceros y ríos caudalosos que van a dar en la mar que es el morir, como dijo el clásico. Adiós, amigo. // Madrid, 19.11.2010.