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domingo, 17 de octubre de 2010

escritor inconforme, un rebelde sacando sus demonios, que suscita envidias y tantos odios. Vargas Llosa en la pluma de Cayetano Lloret

Sonriendo, con su eterno pelo casi blanco que no sabe si caer sobre la frente, cordial, cálido, Mario Vargas Llosa comenzó su respuesta a la presentación que hice de su libro “Desafíos a la Libertad”. Yo le había agradecido en mi intervención, para sorpresa suya, haberme acompañado tanto tiempo en el campo de concentración de Puerto Cavinas: allí me habían enviado un ejemplar de La Casa Verde. Y conté de la lectura de esa novela reviviendo sus escenarios en medio de raíces húmedas y calores amazónicos a orillas del río Beni en aquellos meses finales de 1980 con el general García Meza en el Palacio de Gobierno. “Cayetano, la próxima vez que estés preso, avísame para enviarte más libros míos”, fue la primera frase de su respuesta a mi presentación.

Fue a finales de noviembre de 1998. A partir del libro que presentaba, propuse la que creí mi mejor definición de Vargas Llosa: “Cuando lean los artículos que componen esta selección, van a reconocer en cada uno de ellos a ese escritor inconforme que escribe para arreglar el mundo. Y en cada uno de sus párrafos van a encontrar la pasión del rebelde que está sacando el demonio que lleva dentro”. Y creo que es exactamente el mismo que hoy despierta cascadas de admiración… y que suscita tantos odios y envidias.

No me extraña, en absoluto, que un Gobierno como el de Cuba hubiera considerado la concesión del Nobel como un premio a “la falta de ética”. Y no es extraño porque fue precisamente Vargas Llosa uno de los símbolos más perfectos de la visión que toda una generación tuvo de la revolución cubana: primero, el entusiasmo fervoroso y la entrega a la única causa que parecía el comienzo de la redención social, intelectual y política; luego, el paso a la crítica honrada ante los intentos de mutilación del pensamiento, la censura y los empeños personales de Fidel en la tarea de castración intelectual y, finalmente, la condena y repudio a lo que terminó siendo el símbolo de oscurantismo, ceguera y fanatismo justificatorios de una idea personal del poder, laudatorios de una autocracia senil arrastrando cincuenta años de fracaso.

Y Vargas Llosa lo hizo, porque de todos los demonios que lleva dentro el de la libertad es el más feroz. Un demonio que no tuvo las debilidades de otros intelectuales que terminaron rindiendo sus laureles a la ideología… ¡y ahora se tragan su silencio! Vargas Llosa nunca ha abandonado la convicción contenida en cada una de las palabras que pronunció en 1967 al recibir el premio Rómulo Gallegos por su novela La Casa Verde”: “La literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza. Todas las tentativas a doblegar su naturaleza díscola fracasarán. La literatura puede morir, pero nunca será conformista. Sólo si cumple esta condición es útil a la sociedad”.

¡Muy grande para las cabezas totalitarias! ¿Cómo van a entender esas cabezas la imposibilidad de aceptar camisas de fuerza? ¿Cómo puede caber en la cabeza de caudillos con pretensiones vitalicias la naturaleza díscola de las palabras?

Querido Mario Vargas Llosa, compañero entrañable de prisión con tu maravillosa Casa Verde. Amigo que me dejaste el orgullo de serlo y el maravilloso recuerdo de haber presentado un libro tuyo: yo no sé si volveré a estar preso, pero sabes que hay muchos que hoy y mañana, en nuestra América Latina y, desde luego, en China, te pedirán más libros tuyos… Más allá de tu merecidísimo Premio Nobel, ser la referencia de libertad en una cárcel ¿no te llena de orgullo?

el escritor es un artista su obra destinada a producir placer como un pintor, un músico de Vargas Llosa el autorizado Manfred Kemp emite su criterio

Tal vez mi nota resulte un poquito tardía, cuando las páginas de todos los periódicos de Bolivia -y del mundo- han comentado el gran acierto de la academia sueca al haberle otorgado a Mario Vargas Llosa el Premio Nobel de Literatura. No voy a agregar nada a lo dicho sobre la obra misma de Vargas Llosa, porque de eso se han ocupado miles de personas. Casi todos han demostrado su conocimiento sobre la prolífica obra del peruano y su alegría por el inmenso honor que ha recibido el escritor, con pocas excepciones que persisten en personajes torvos con su agrio y tozudo carácter zurdo, que pretenden recordarle a Vargas Llosa que en una época de su vida fue parte de la corte de Fidel Castro y que luego lo dejó. ¡En buena hora, por Dios!
Con esa gente no se puede discutir, no escucha razones porque está totalmente ofuscada, y entonces es mejor dejarla pasar. Son aquellos para quienes lo único valioso es la literatura “comprometida”, es decir, políticamente revolucionaria. Mala literatura, finalmente. Es la corriente que dominó durante muchos años, décadas, en la academia sueca, que se convirtió –en el caso específico de las letras–, en renuente a premiar a literatos que no se identificaran con las corrientes de izquierda. El ejemplo más conocido y decepcionante fue nada menos que Borges.
Como la alfombrilla contagia a todos los niños, así también contagió la Revolución Cubana a los intelectuales jóvenes de entonces. Quien no estaba con la Revolución era un desubicado cuando no un paria. Pero si la alfombrilla persiste en los viejos y no cede, eso ya es algo insólito que merece un estudio y la enfermedad cambia irremediablemente de nombre. ¡Es otra cosa peor! Y, claro, Mario Vargas Llosa, está muy lejos de caer en eso. Habría que preguntarle a Carlos Fuentes qué piensa hoy de los Castro; y a García Márquez que seguramente no tiene la menor duda del fracaso de Fidel y lo lamenta, aunque a estas alturas de la vida seguirá siendo su amigo, discutan o no del tema político.
A un hombre como Mario Vargas Llosa, amante y perfecto conocedor de la mejor literatura francesa, inglesa, rusa e iberoamericana; alguien que se entusiasma y llega al fondo del alma de una criatura como Madame Bovary o de una mujer de carne y hueso infinitamente desgraciada como Iréne Némirovsky; un impenitente viajero por los lugares más inverosímiles y conflictivos del planeta; estudioso serio que ilustra regalando sus crónicas periódicamente, no le queda más que asumir una responsabilidad que trasciende la tarea de un escritor cautivo por limitaciones dogmáticas.
A Vargas Llosa nadie le puede exigir aquello de la literatura comprometida, porque él no elude sus compromisos. Compromisos serios, no bravatas. No sumisión a una idea trillada y falsa para que le aplaudan su obra. Ha escrito magníficas novelas, es un maestro de la ficción, pero además ha expresado toda su verdad política en la prensa escrita. Lo hace cotidianamente. Si ha existido una persona absolutamente comprometida consigo mismo ha sido el flamante Premio Nobel, porque su compromiso ha estado y está al lado de la libertad y la democracia. Nunca al lado de aventureros ni de bellacos.
Desde los años setentas Vargas Llosa ya empezó a impregnarse de los ideales liberales dejando de lado las fábulas izquierdistas, pero lo que hay que comprender es que el Premio Nobel de Literatura ha sido concedido al cuentista, al creador, al fabulista, al narrador, al de Pantaleón, don Rigoberto o el “escribidor”; al de la madrastra, la tía, o la niña mala. Ese es el reflejo sin imposturas de una sociedad, es algo libre y sin ataduras, exenta a forzarse en escribir novelas “con mensaje” que son de una pesadez total porque el autor en vez de crear, de hacer arte con las palabras, de embellecer el idioma dándole luminosidad e ingenio, termina encasillado, sufriendo, tratando de convencer a los lectores con discursos mortificantes que son leídos de mal grado y por pocos.
No se trata, como ha afirmado el presidente Morales, de que sea “sospechosa” la designación de Vargas Llosa en Estocolmo como la del disidente chino Liu Xiaobo con el Nobel de la Paz; no es cuestión de ser “anticapitalistas” o “antiimperialistas; no se trata como ha dicho el Vicepresidente de que la academia sueca está “tomando un conjunto de decisiones particularmente extrañas, en términos a su apego político”. Esa es una fanfarronada. Se trata, en el caso del escritor peruano, de que la literatura está destinada a dar placer, a gustar, sin que el argumento tenga que ser precisamente inocuo o siempre feliz. Pero tampoco un espectro de llanto y muerte que deprime. Escribir es un arte y de tal forma el escritor es un artista que debe hacer disfrutar al lector, ni más ni menos que como lo hace un pintor, un escultor, o un cineasta con su público.