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miércoles, 8 de diciembre de 2010

varios de los amigos literatos de Mario Vargas que lo acompañan desde siempre han empezado a escribir sobre su discurso en Estocolmo que sacudió ...

Aguardaba el discurso de Mario Vargas Llosa después de haber repasado las alocuciones de Coetzee y Octavio Paz, Günter Grass e Imre Kertész, porque estaba persuadido de que su texto no solo tendría lucidez y compromiso, sino además algo entrañable y personal, como a su manera lo fueron las lecciones de Camus y Orhan Pamuk. Y no nos defraudó, ya que a su habitual clarividencia le añadió sentido del amor y humor al arte.
Mario Vargas Llosa, durante su discurso de recepción del Nobel de Literatura
Así, al repasar su historia sentimental como lector, Vargas Llosa recordó cómo aprendió a leer en Cochabamba con apenas cinco años, descubriendo desde que era un niño las vidas posibles que le ofrecía la literatura a través de las obras de Verne, Dumas y Víctor Hugo, los primeros autores que devoró para «convertir el sueño en vida y la vida en sueño». El inventario de los escritores convocados por Vargas Llosa comenzó con Flaubert, de quien aprendió que la literatura era una disciplina tenaz; Faulkner, cuya lectura le reveló la importancia de la forma; Sartre, esencial para comprender que las palabras también son actos; Orwell y Camus, genuinos espejos morales, y André Malraux, cuya enseñanza consistió en asumir que el heroísmo y la épica todavía son necesarios en nuestra época, porque el fanatismo y las dictaduras son las peores amenazas contra nuestra civilización.
Fabuladores e insumisión
Vargas Llosa estableció las conexiones entre literatura y civilización, afirmando que «la literatura es una fraternidad de la diversidad humana», pues conmueve por igual a hombres y mujeres de todos los credos, razas y sociedades. Así, gracias a los mundos fraguados por la ficción protestamos contra las insuficiencias de la vida y adquirimos conciencia de la libertad. De ahí que las dictaduras abominen la libertad que palpita en todas las ficciones, pues «los fabuladores propagan la insumisión» y porque los tiranos saben que «un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni desacatos».
Vargas Llosa enfatizó que la literatura supone la civilización para advertir rotundo que «la hazaña de la civilización es la democracia liberal», acaso «el único camino hacia la felicidad que finge la literatura». Sin embargo, el Nobel peruano advirtió que la verdadera pesadilla de nuestra época es el fanatismo religioso y nacionalista, encarnado en el nihilismo suicida del terrorismo contemporáneo. Con la autoridad que le confiere haber poblado sus libros de fanáticos de todas las raleas —pienso en Galileo Gall, Alejandro Mayta, el Consejero, Mascarita, etc.—, Vargas Llosa nos exhortó a combatir a los fanáticos en nombre de la civilización que preserva la libertad y la literatura, porque «la ficción es necesaria para que la civilización siga existiendo».
Como en sus mejores novelas, el discurso del escritor peruano fue rico en reflexiones políticas, memorias personales, digresiones literarias y conmovedoras gratitudes, que a medida que avanzaba el discurso le permitieron retomar temas, interpolar ejemplos y desplazarse por esa vasta «cartografía» geográfica y sentimental que tanto destacaron los académicos suecos. Así, Vargas Llosa reconoció sus deudas con París y Barcelona, España y el Perú, Carmen Balcells y Carlos Barral, Isaiah Berlin y Karl Popper, Julian Sorel y Ana Karenina, Comala y el improbable Sur donde fue apuñalado Juan Dahlmann.
En realidad, al entreverar ficción y no-ficción, países imaginarios y territorios del atlas, personajes literarios y personas de «carné» y hueso, Vargas Llosa puso al mismo nivel sus querencias y lealtades, ya que reclamó para sí todas las ciudadanías de su felicidad («Quiero a España tanto como al Perú», sentenció) e hizo hincapié en que el amor a los países no es obligatorio, sino íntimo, libre y entrañable como el de los amantes, los padres o los amigos. Al comenzar su discurso, confesó conmovido que a su madre le habría encantado estar en aquella sala, y entonces me alegré de que sí estuvieran allí Carmen Balcells, Fernando de Szyszlo, Freddy Cooper y tantos amigos que han venido de tan lejos para contemplar cómo Mario ha hecho nevar de emoción a Estocolmo

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