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domingo, 10 de abril de 2011

iré a votar con miedo" sostiene Mario Vargas Llosa que votará junto a casi 30 millones de peruanos para tener un nuevo gobierno. su análisis es descarnado por momentos dramático


Las elecciones cuya primera vuelta tendrá lugar hoy en el Perú son herederas de esto que va siendo ya una tradición. El miedo o pánico se ha apoderado de un importante sector de la población, esta vez ante la posibilidad de que pasen a la segunda vuelta dos opciones autoritarias, la de Ollanta Humala, que hoy se alzará con el primer lugar, y la de Keiko Fujimori, que en los dos sondeos serios que circularon privadamente el jueves (no se pueden publicar sondeos en el Perú desde hace una semana) estaba en segundo lugar, por delante de Pedro Pablo Kuczynski y Alejandro Toledo. Otros sondeos indican que Toledo va segundo, pero a estas alturas es imposible pronosticar nada, excepto una cosa: que si Alejandro Toledo pasa a segunda vuelta, habrá sido por miedo. No por entusiasmo -despierta muy poco en el conjunto del país- ni por un plan de gobierno -que es un popurrí de banalidades semipopulistas-, sino porque se lo percibe, muy probablemente con razón, como el único de los tres demócratas con posibilidad real de alcanzar el gobierno y, por tanto, impedir el triunfo de la opción autoritaria.
Votaré hoy -en Washington- por aquel de los tres candidatos demócratas -Toledo, Kuczynski o el ex alcalde Luis Castañeda- que en el último sondeo fiable esté mejor colocado. Sospecho, como muchos, que Castañeda no puede ganar porque va demasiado rezagado; que Kuczynski difícilmente derrotaría a Humala en segunda vuelta, porque el enfrentamiento entre el blanco y el cholo, el rico y el pobre, que es como se plantearía, primitiva y falazmente, ese duelo, llevaría al poder al populista autoritario, y, por último, que, con sus muchas flaquezas y a pesar de una campaña equivocada que disparó contra los otros demócratas y descuidó a los verdaderos enemigos durante muchos meses, Toledo puede ganarle a Humala y preservar las cosas buenas que ha logrado el Perú. Pero no sabremos, hasta último minuto, cuál de los tres está mejor colocado y sería absurdo negarle a quien lo esté los votos que pueden ser decisivos para impedir que Keiko Fujimori entre a la segunda vuelta. Por eso, el que puntúe mejor de los tres demócratas -aun sabiendo los riesgos de unos y otros frente a Humala en la segunda vuelta- es el que merece el voto de quienes queremos impedir el regreso al pasado o el salto al vacío.
Ya ven, todas mis consideraciones están dictadas por el miedo. Como lo están las de esos miles de peruanos que en las últimas dos semanas se movilizan, en las calles, las redes sociales y los medios, con el afán casi exclusivo de impedir el pase de Fujimori a la segunda vuelta para lograr que un demócrata se enfrente a Humala en el balotaje. ¿En qué otro país latinoamericano se ve hoy en día, o se ha visto en tiempos recientes, una elección planteada en términos parecidos? En ninguno.
Cuando Felipe Calderón, líder del PAN, le ganó a López Obrador en México, casi ningún votante del actual presidente le dio su apoyo en las urnas haciendo de tripas corazón y por puro temor al PRD. Ese temor existía, pero el voto del PAN era el voto de un partido tradicional, institucionalizado y con arraigo, que representa una amplia y antigua corriente social. En Brasil, en el voto por la continuidad del PT se mezclaban la base amplia de esa agrupación, los votantes agradecidos, sobre todo en el nordeste, por la billetera generosa de la administración Lula, y un sector de clase media que cree que la izquierda ha madurado definitivamente. Incluso, cuando ganó Lula en 2002 se puede decir que el miedo no fue el factor determinante: si lo hubiera sido -y había mucho miedo-, Lula no habría perdido.
No se diga nada de Chile, donde no creo que fuera preponderantemente el miedo a la derecha -que también era muy grande en un amplio sector- el que permitió a Lagos y a Bachelet, por ejemplo, hacerse con el triunfo en su momento. La Concertación tenía una amplísima base social, la clase media se sentía cómoda con ella y muchos de los votantes tenían un desencuentro ideológico con las opciones conservadoras. Por tanto, no era el miedo el factor determinante, aun cuando un sector temiera a la derecha. Tan no lo era, que Piñera pudo finalmente ganarle a la Concertación un tiempo después.
En el Perú ya no existen equivalentes a los grandes partidos o las coaliciones con arraigo y tradición de votantes que hay en buena parte de América Latina. En esto, el país que se moderniza aceleradamente en tantos otros aspectos es todavía premoderno. Los partidos, víctimas de la desinstitucionalización atroz del Perú durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX, no existen. Ni siquiera el Apra, el gran partido de Haya de la Torre, ha podido sobrevivir dignamente: en esta elección no lleva candidato presidencial y de no ser por Alan García su votación, hace cinco años, habría sido misérrima. Mientras que el PAN mexicano, el PT brasileño o la Concertación chilena, para poner tres ejemplos de grupos que gobiernan o han gobernado hasta hace poco, sacan votaciones importantes sea quien sea el candidato y dan a los comicios una cierta previsibilidad, el Apra peruano, a pesar de ser gobierno, hoy lucha desesperadamente para superar la barrera del cinco por ciento que le permita tener representación parlamentaria.
No se diga nada del viejo partido -Acción Popular- del ex Presidente Fernando Belaunde o del propio Partido Popular Cristiano, que habiendo hecho un gran esfuerzo para institucionalizase ni siquiera pudo ganar la alcaldía metropolitana en Lima, en su supuesto bastión, y fue derrotado por la actual alcaldesa, una mujer admirable que no tenía ningún aparato real detrás suyo. El partido de Toledo es básicamente un montón de militantes sin doctrina ni estructura que se sentaron cinco años a esperar que Toledo regresara del extranjero a ser candidato, a ver si los arrastraba al poder. Y el de Humala es tan invertebrado que tras la última elección presidencial la mitad de los congresistas electos bajo su sombrilla lo abandonaron.
No es este el lugar para explorar las raíces históricas -culturales, económicas- de la fuerte desinstitucionalización actual del Perú. Pero la crisis de partidos y liderazgos nace de allí. Por tanto, la política carece de vehículos que puedan canalizar expectativas, sentimientos, ideas o simples humores sociales. Por ello, en cada elección estos elementos desbordan a los partidos y aparecen caudillos con arraigo que despiertan el temor y la incertidumbre.
Cuando en 1990 Mario Vargas Llosa fue candidato presidencial, perdió la elección por el miedo. Un miedo de dos tipos: primero, el miedo al plan económico de liberalización y privatización, paradójico cuando se vivía una hiperinflación y una parálisis económica que eran fruto de muchos años de políticas estatistas; segundo, el miedo al que la propaganda oficial había convertido en el "blanco", el "extranjero", el "rico". Nadie tenía entusiasmo real y convencido por Fujimori, a quien no sólo no conocían, sino del que, además, había vagas referencias delictuosas. Pero el pánico a quedar en manos del enemigo del Perú fue más fuerte que el miedo a lo desconocido.
A comienzos de 2000 surgió Toledo. Más tarde se convirtó en líder de la movilización democrática, a raíz del fraude electoral cometido contra él por Fujimori. Pero Toledo había estado ausente, durante toda la década, de la lucha democrática, limitándose más bien a hablar de "construir el tercer piso" del edificio fujimorista. Logró que un sector importante de peruanos se identificara con él básicamente por razones culturales y fue sólo a raíz del fraude y su respuesta valerosísima al declararse en rebeldía que lo catapultó la oposición a la cabeza indiscutible de la resistencia. Pero era tan poca la identificación de ideas que bajo su sombrilla estaban desde la derecha liberal hasta la extrema izquierda, en amalgama imprecisa y efímera. El miedo a que Fujimori se quedara para siempre lo había hecho líder. Luego, en 2001, a la caída de la dictadura, el miedo al propio Toledo, una vez que el fuego cruzado de la campaña lo despintó un tanto, hizo que cayera su voto a un tercio de la población. Se alzó en segunda vuelta con la victoria por el miedo. El miedo a Alan García, que era todavía el anticristo.
Fue, a su vez, Alan García el que cobró el salario del miedo cinco años después, es decir, en 2006, cuando, en una caprichosa carambola del destino, le tocó estar frente a Humala en la segunda vuelta. Su apoyo en la primera vuelta había sido modesto: uno de cada cuatro electores. Pero millones de personas -incluido yo- votamos por Alan García con buena dosis de angustia en la segunda vuelta, porque cabía la remota posibilidad de que hubiese aprendido la elección después de tanta calamidad, mientras que con Humala, al que Hugo Chávez apoyó y financió en ese entonces abiertamente, no había ninguna duda de hacia dónde íbamos.
Hoy, volvemos a estar movidos por el miedo. Cuando vaya a votar al George Mason High School, en Falls Church, Virginia, esta mañana, será la primara vez que lo haga fuera del Perú. Votaré, tengo pocas dudas, en un ambiente donde los votantes de Humala y de Fujimori serán minoría y en el que el grueso de la votación se la repartirán los tres candidatos democráticos. La razón es sencilla: los emigrantes peruanos saben mejor que nadie lo que la combinación de sistema político democrático y economía abierta puede hacer por un ciudadano desfavorecido. Del mismo modo que en 1990 Mario Vargas Llosa ganó en el extranjero, en 2006 Lourdes Flores ganó en el extranjero, hoy ganará en el extranjero alguien que con toda seguridad no será Humala.
Hay más de 700 mil votantes peruanos -un cuatro por ciento de los votos- en el exterior, de un total de casi tres millones de peruanos, la gran mayoría de modesta condición, que emigraron. Son tantos, que seis de cada 10 peruanos tiene un pariente muy cercano fuera del Perú. Para ellos -para nosotros- es especialmente difícil aceptar lo que sucede en estos comicios. Porque vemos desde la atalaya privilegiada del primer mundo el progreso notable que ha hecho el país. Un país donde hay más de 40 mil millones de dólares en proyectos de inversión a mediano plazo ya anunciados y comprometidos precisamente por la buena fama que ha ido logrando en el mundo. Los emigrados han visto a sus familias mejorar de posición gradualmente. No es una estadística hueca que el Perú haya saltado 24 posiciones en el índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas en la última década: es una realidad que toca a familias enteras.
Una realidad palpable, pero insuficiente, por supuesto. No de otro modo se explica que Humala encabece los sondeos y que, según el último informe de Latinobarómetro, publicado esta semana en Lima, un pavoroso 52 por ciento de la población diga que respaldaría a un régimen autoritario. Pero también es una realidad con vocación de suicidio. Hay que decirlo sin ambages. No estoy entre quienes creen que los pueblos no se equivocan, que hay que comprenderlos, que la mediocridad de los sevicios públicos o la lentitud con que los beneficios del progreso llegan a ciertos sectores de la población son atenuantes moralmente válidos en una decisión tan claramente irracional como volver al fujimorismo o entregarse a la aventura humalista.
Bajo Fujimori, el Perú nunca exhibió logros económicos comparables a los actuales y, en cambio, supuso los traumas profundos que sabemos. Y, aunque se trate de una opción no probada, el hecho de que el Perú, como casi uno de cada tres electores indica en los sondeos, quiera entregarle el poder a Humala, teniendo evidencia diaria del desastre por el que pasa Venezuela, es un acto autodestructivo.
Esta mañana iré a votar con miedo. Sin el menor entusiasmo. Sólo con miedo.